Copyright de la memoria  

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición oficial del Consejo Sionista o de alguno de sus integrantes. 

Sharon Zaga

Confieso que siempre he sido crítica de las conmemoraciones universales que surgen por mandato de la ONU o de alguna otra organización, me hacen cuestionarme por qué es necesario tener un día para recordar algún suceso histórico.

Cuando a un grupo se le ha transgredido la dignidad, las instituciones nos “imponen” el recordarlo, para aprender, para no repetir.

Es incuestionable que es mejor imponernos  a recordar, que apostar a   que las personas lo haremos sin ningún mandato  . No hay duda que uno de los riesgos que enfrentamos como humanidad, es la fragilidad de nuestra memoria colectiva. 

Tendemos a pensar que el tiempo deja todo atrás, pero ¿realmente el tiempo puede borrarlo todo? ¿Incluso un crimen tan atroz y devastador como lo es el Holocausto?

Después de casi ocho décadas de la Shoá, nos cuestionamos: ¿hemos mejorado como humanidad? ¿Hemos aprendido algo?

Esta pregunta la he tenido desde aquella promesa que me hice a mis 23 años, cuando decidí que le dedicaría mi vida a crear un  un museo sobre la memoria y la tolerancia.

Hoy, 25 años después y con un gran  Museo en pie, tengo algunas respuestas:

La primera de ellas es que creo firmemente en la bondad del ser humano, en su capacidad de empatía, de solidaridad y de ayuda al prójimo; en la valentía y arrojo que han tenido decenas de miles de personas al arriesgar sus vidas para salvar otras.

La segunda respuesta es que soy fiel testigo de nuestra capacidad destructiva, de esa semilla de odio que surge de la manera más simple y que, al no cuestionarla, puede convertirse en actos inimaginables de maldad humana.

Sin embargo, a pesar de estas respuestas, lo que no he terminado de descifrar es la capacidad humana para adoptar una postura de indiferencia. Este es el cáncer que afecta a la humanidad y que nos convence de quedar inertes en lugar de actuar. A la gran mayoría de los seres humanos nos importa algo de lo que sucede a nuestro alrededor, algo que nos provoca dolor e indignación. Hay quienes sufren al ver a niños o personas vulnerables que viven en pobreza, hay quienes se indignan ante las cifras de hambruna y temas de salud; a otros les preocupa el daño ambiental y el cambio climático, así como la extinción de especies. Esta infinidad de causas que nos mueven e impactan de distintas formas a cada persona es indudable, la pregunta no es ¿qué te indigna? Sino, ¿qué has hecho para cambiar una parte de ese problema?

En su gran mayoría, las personas planteamos los siguientes tres escenarios: el primero de ellos es responder: ¿Yo que puedo hacer frente a un problema tan grande? El segundo es que, si decidieramos hacer algo, ¿cómo hacerlo? ¿por dónde empezar? Y finalmente, declarar nuestra derrota antes de ver el resultado, afirmando que nuestra acción jamás podrá resolver el problema en su totalidad.

Esta forma de pensar colectiva es la que nos ha convertido en aliados de la maldad, ya que la indiferencia no suma al cambio positivo, sino que, al observar en silencio, pavimenta el camino de las injusticias mientras la maldad avanza sobre ella.

Ser indiferente, es una decisión. Ser indiferente nos convierte en un ejército de miles de millones de personas que observan el odio que prolifera en el mundo. Ser indiferente, es la postura más cómoda y tristemente, puedo afirmar que todos en algún momento, lo hemos sido. 

La indiferencia es la postura más difícil de cambiar, porque se vuelve un hábito. Cuando vemos una situación que quisiéramos cambiar, pero no actuamos, pensamos que alguien con más tiempo o recursos lo hará porque ¿cómo podría ser posible que nadie haga algo para cambiarlo? Ese pensamiento mágico nos alivia de culpa y nos hace sentir que la ilusión de que alguien se encargue, generará los cambios necesarios.

La indiferencia es engañosa y confusa  pensamos que si no somos los actores que ejercen directamente la maldad y que lo «único» que hacemos es no actuar, no tenemos que ver con el problema, que no formamos parte, y ese es el más grande error. 

Pero esta inercia se rompe con el poder de ACTUAR. Si millones de personas hacemos pequeños actos de compromiso y lo convertimos en un hábito, nuestro entorno cambiaría de inmediato. No hay que ser un gran humanista como Martin Luther King o Mahatma Ghandi, que dedicaron su vida entera al beneficio de la humanidad, basta con iniciar realizando pequeños actos en nuestro entorno, en nuestra sociedad, en nuestra empresa; pequeños actos de compromiso que se conviertirán en una cultura de tolerancia. 

Cuando inauguramos el Museo Memoria y Tolerancia en 2010, tuvimos la oportunidad de contar con la presencia de sobrevivientes de todo el mundo, de cada uno de los genocidios reconocidos hasta ese momento. Una mujer francesa, sobreviviente del Holocausto, casi pierde el sentido al encontrarse frente a un sobreviviente del genocidio en Ruanda; sus palabras fueron: «mi sufrimiento no tuvo sentido, me encuentro aquí hoy con un joven que vivió un crimen de odio, que vivió lo inimaginable, como yo lo viví algunos años antes, ¿acaso mi dolor fue en vano? ¿la humanidad no aprendió nada?». 

No había forma de consolar ese dolor, que no era únicamente por su experiencia,  si no mucho más profundo, por ver que esos niveles de violencia, continúan repitiéndose. La esencia de su mensaje durante la inauguración, puede apreciarse en las siguientes líneas: 

Durante décadas tratamos de contar nuestra historia. El objetivo no es hacer a la gente llorar, eso sería demasiado fácil, sino contar lo vivido, aún cuando esa historia nos desgarraba, para que todos hagamos consciencia de que cuando elegimos no actuar frente a la violencia, sí pasa algo, sí estamos tomando una decision con consecuencias. Solo queremos un mundo mejor, un mundo que aprenda y recuerde. Y entonces ¿por qué después de tanto tiempo sigo viendo el odio latente? ¿Por qué siguen habiendo muertes provocadas por el odio? ¿Por qué tanto sufrimiento y tanta injusticia en el mundo? ¿Acaso fallamos como mensajeros? ¿Acaso como sobreviventes no supimos dar el mensaje?

Hoy, con 13 años de experiencias en las que el Museo ha transmitido este mensaje a millones de personas de todas las edades, podemos decir que el mensaje llegó, pero todavía no ha sido escuchado por todo el mundo, por eso les pido que ustedes sean esos mensajeros y no paren  hasta que ese mensaje sea escuchado y entendido. Empecemos con el ejemplo. Hoy más que nunca y con más fuerza seamos esos mensajeros.

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